La educación es clave para combatir la epidemia del sobrepeso y la obesidad

En Argentina, 4 de cada 10 niños, niñas y adolescentes de entre 5 y 17 años tienen problemas vinculados al sobrepeso. Según los últimos informes oficiales, la prevalencia de obesidad entre las personas que no terminaron la primaria es prácticamente el doble respecto a aquellas que tienen estudios secundarios completos.  Pese a esta realidad, el nivel de inversión pública para desarrollar actividades de promoción de alimentación saludable, prevención de la obesidad y lucha contra el sedentarismo, es irrisorio: apenas $800 mil en lo que va del año, a nivel nacional. Las partidas de este programa, además, sufrieron un fuerte recorte respecto a lo asignado en la Ley de Presupuesto 2019, aprobada por el congreso nacional. Resulta indispensable avanzar en la instrumentación de un sistema de etiquetado frontal que alerte a los consumidores sobre los alimentos que tienen exceso de azúcares, grasas saturadas y sodio.

El 12 de noviembre se celebró, en todo el mundo, el Día de la Obesidad. Se trata de una fecha, establecida por la Organización Mundial de la Salud (OMS), para sensibilizar sobre los efectos sanitarios, económicos y sociales que acarrea esta epidemia, especialmente entre los grupos vulnerables como son los Niños, Niñas y Adolescentes (NNyA) y los sectores socialmente más postergados. En el caso de Argentina, la epidemia está golpeando muy fuerte:  4 de cada 10 NNyA de entre 5 y 17 años tiene problemas de sobrepeso y/o obesidad.

La magnitud de la problemática vinculada a la malnutrición de los sectores más vulnerables de la sociedad llevó a que, durante 2018, el Comité de Derechos del Niño de las Naciones Unidas exhortara al Estado argentino a tomar medidas urgentes. El Comité solicitó que se recopile sistemáticamente datos sobre seguridad alimentaria y nutrición infantil. Además, pidió que se lleve a cabo un seguimiento y una evaluación periódica de la eficacia de los programas de alimentación escolar y de aquellas políticas públicas dirigidas a lactantes y niños/as de corta edad.

Si bien algunos relevamientos nacionales elaborados por el Ministerio de Salud y Desarrollo Social de la Nación -como la Segunda Encuesta de Salud y Nutrición, y la Cuarta Encuesta Nacional de Factores de Riesgo- parecieran cumplir parcialmente con algunas de las exigencias del Comité, solo lo hacen a nivel de diagnóstico. En materia de aplicación de políticas públicas, Argentina sigue a la retaguardia respecto a la prevención del sobrepeso y de la obesidad. No sólo si comparamos con las políticas que se aplican en los países desarrollados, sino también respecto a las medidas que se llevan a cabo, desde hace años, en otras naciones de la región.

El desafío del etiquetado frontal

Para muestra alcanza un botón. Pese a los reclamos realizados por distintos actores de la sociedad civil, sigue sin poder instrumentarse un sistema de etiquetado frontal de alimentos como el que existe en Chile y Uruguay. Su aplicación no requiere demasiado esfuerzo, pero sí una fuerte decisión política de poner límites a algunos intereses corporativos. Concretamente, mediante una simple reforma legislativa, se podría obligar al puñado de empresas que controlan el negocio de los alimentos procesados y ultraprocesados en nuestro país a que coloquen la leyenda “Alto en” en paquetes y envases de aquellos artículos comestibles y bebidas que tengan excesos de calorías, azúcares, sodio y grasas saturadas (Ver gráfico 1).

Gráfico 1

Respecto al etiquetado frontal, el único avance que se logró en los últimos años fue que el “Programa Nacional de Alimentación Saludable y Prevención de Obesidad” elaboró y publicó en 2018 un Manual de Recomendaciones. El manual sugiere la puesta en marcha de este sistema, el cual es definido como “el más efectivo y directo en informar a los consumidores de forma clara, simple y rápida”.  Los expertos del programa nacional reconocieron, además, que el etiquetado frontal sirve para influenciar los patrones de compra de distintos sectores sociales hacia alimentos más saludables, incluidos NNyA y personas de menor nivel de instrucción.  

¿Por qué los responsables del Programa de Alimentación Saludable hacen hincapié en las personas de menor nivel de instrucción? Los resultados de la Cuarta Encuesta Nacional de Factores de Riesgo hablan por sí solos. Muestran que, a menor nivel educativo, mayores son los niveles de obesidad y sobrepeso. De ahí que, por ejemplo, la prevalencia de obesidad entre las personas que no completaron el nivel primario de educación sea el doble respecto a aquellas y aquellos individuos que tienen el secundario completo: 45,9% frente a 27,8% (Ver gráfico 2).  

Gráfico 2

En tanto, también se aprecia una marcada diferencia al analizar la alimentación que se registra los hogares, clasificándolos según los niveles de ingresos económicos.  Mientras que el primer quintil (menores ingresos) muestra una prevalencia de 35,2% de obesidad, ese porcentaje se reduce al 25,5% en el quinto quintil (mayores ingresos, ver gráfico 3).

Gráfico 3

El problema es que, a diferencia de lo que ocurre Chile y Uruguay, hasta el momento el Estado solo realizó recomendaciones que, como era de esperar, fueron sistemáticamente desoídas por las empresas que controlan el negocio.

Plan contra el sedentarismo desfinanciado

El Programa Nacional de Lucha Contra el Sedentarismo, creado en 2013, es otra de las políticas públicas que se plantea entre sus objetivos la prevención del sobrepeso y la obesidad. Fue creado a través de una resolución ministerial y derivó -dos años más tarde- en Ley Nacional Nº 27.197.

Si bien en el informe definitivo de la última Encuesta Nacional de Factores de Riesgo se afirma que la Ley 27.197 contribuyó a fortalecer los equipos de las carteras ministeriales de Salud en numerosas provincias en temas relacionados a la actividad física, la Secretaria de Gobierno de Salud afirma -llamativamente- que “la norma plantea objetivos generales de promoción de la actividad física de difícil instrumentación e implementación operativa, por lo que la misma requeriría ser modificada para garantizar políticas basadas en los estándares internacionales propuestos por la Organización Mundial de la Salud (OMS)”.  

En rigor, más allá de las valoraciones sobre la mencionada ley, el actual nivel de inversión pública en actividades de “Promoción de la Alimentación Saludable, Prevención de la Obesidad y Lucha contra el Sedentarismo” es irrisorio. En lo que va del año, según consta en la ejecución presupuestaria informada por el Ministerio de Hacienda de la Nación, se gastaron apenas 800 mil pesos, lo que representan el 24% de los presupuestado que, como si fuera poco, sufrió un fuerte recorte respecto a los recursos que se le habían sido asignados en la Ley de Presupuesto 2019 (ver gráfico 4).

Gráfico 4

 

Cae el consumo de frutas

El reporte más reciente sobre los factores de riesgo realizado por la Secretaria de Gobierno Salud, difundido en octubre de este año, alerta que el consumo de frutas disminuyó un 41% y el de hortaliza un 21% en los últimos 20 años. A su vez, el consumo de gaseosas y jugos en polvo se duplicó en el mismo período. Esta evidencia local es concor­dante con el informe de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) que muestra que Argentina, Chile y México lideran las ventas anuales per cápita de productos ultraprocesados en la región.

En cuanto al consumo de azúcar, nuestro país se encuentra en el cuarto lugar a nivel mundial, con alrededor de 150 gr (30 cucharaditas de azúcar) para un recomendado máximo de 50gr (10 cucharaditas). Las bebidas azucaradas representan aproximadamente el 40% de este consumo, lo que se correlaciona con el hecho de que Argentina lidera el consumo mundial de gaseosas con 131 litros per cápita. Respecto al consumo de sal en Argentina, se estima que es de 11 gramos por día por perso­na, mientras que la recomendación de la OMS es de hasta 5 gramos diarios.

La situación, incluso, podría empeorar en el futuro cercano. No solo por los hábitos de consumo y el crecimiento del sedentarismo, sino también por cuestiones económicas. En general, los precios de las frutas y hortalizas están determinados por un conjunto de comportamientos, algunos de ellos especulativos de diversos actores como pueden ser las grandes cadenas de supermercados que abusan de su posición dominante en el mercado. A su vez, hay otros factores que influyen como la estacionalidad, que afectan a determinados productos en algunas épocas del año, o los costos de almacenamiento y transporte.

A modo de ejemplo, por estos días, en los principales supermercados, un kilo de ciruela ronda los $340 pesos, mientras que el kilo de uva supera los $280. En otras palabras, un kilo de ciruelas en Argentina, que tiene el potencial y los recursos naturales para alimentar a 400 millones de personas, vale lo mismo que cinco litros de cerveza.

En definitiva, las dificultades económicas es uno de los factores que influyen en la mala alimentación de niños, niñas y jóvenes. Según la encuesta de Salud y Nutriciòn, el 32,5% de la población de 2 años y más refirió haber consumido frutas al menos una vez por día durante los últimos tres meses. Pero los encuestados del quintil más alto reportaron casi el doble de consumo de frutas que el quintil más bajo (45,3% vs. 22,8%). Asimismo, el grupo de 13 a 17 años refirió un consumo de frutas frescas de 21,4%, que resultó menor que el porcentaje del grupo de 2 a 12 años (36,3%), y al de 18 años y más (33%).

La falta de acceso a frutas frescas también se registra en los establecimientos educativos de gestión pública y privada. Según la encuesta nacional, solo 2 de cada 10 estudiantes escolarizados reportaron que su institución siempre les provee frutas frescas (ver gráfico 5).

Gráfico 5

Ante este panorama, la obesidad infantil y juvenil está tomando proporciones alarmantes y supone un problema grave que se debe abordar con urgencia. En los Objetivos de Desarrollo Sostenible establecidos por las Naciones Unidas en 2015, la prevención y el control de las enfermedades no transmisibles se consideran prioridades básicas. Y la epidemia del sobrepeso suscita especial preocupación, pues puede anular muchos de los beneficios sanitarios que han contribuido a la mejora de la esperanza de vida.

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